por la carretera

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viernes, 20 de febrero de 2015

Sentir la ruta (Elogio a las cuestas parte III)


Te enfrentas, entonces, a kilómetros de inmovilidad. Y es que avanzas, pero te mantienes donde estás. El avance es vertical, no horizontal. Es espiralado, repetitivo, pasando una y otra vez por el mismo punto, pero un poco más arriba.

Y ahí vas, subiendo, pedaleando, como lo haces en todo el resto de la ruta. Pero llega un momento en el que tus sentidos se abren; como cuando te sumerges en la oscuridad y no ves nada, pero poco a poco tus ojos se van acostumbrando y comienzan a aparecer las siluetas, de esa misma forma se desembotan los sentidos en la cuesta, y es ahí cuando no vas por la ruta, sino que sientes, vives, la ruta.

Y ahí vas, concentrado, subiendo, enfocado en tu movimiento. Sientes el esfuerzo de las rodillas, el pulsar de cada músculo de tu pierna, hasta que en el silencio, oyes un eco en la lejanía, un sonido que reconoces: es el ladrido de un perro, pero que no está acá, sino que metros más abajo, ese que dejaste atrás mientras se acercaba cada vez más a tu pierna... y es que claro, estás pasando por el mismo punto ¿Sabrá el animal que estás ahí, sobre su cabeza? Y mientras piensas en eso el ladrido se ve opacado por un sordo resonar, que aumenta paulatinamente; sabes que se convertirá en un fuerte estruendo, sabes que se acerca, sabes que es ese camión que viene solo una curva más abajo y que te alcanzará tarde o temprano. Te concentras entonces en mantener tu carril, en apartarte del centro de la pista, y en ese movimiento dejas de escuchar lo que te rodea y sientes como tu bicicleta también lo sabe; la escuchas, escuchas el crujir del sillín de cuero, el metálico sonido de la cadena que pasa de un piñón al otro, cambiando el ritmo de tus piernas, de tu respiración, y entonces te escuchas a tí y sientes el palpitar de tu corazón y como la sangre recorre tus brazos que aprietan firme el manubrio para llevarte al borde de la carretera, cada vez más cerca del abismo, de esa caída que te sorprende en la curva, esa quebrada que te golpea la cara y te obliga a frenar...

Y ¡Uf! contemplas. Miras la montaña. Bajas tu cabeza para seguir el serpenteo que te ha llevado hasta donde estás. Respiras hondo. Sacas la caramagiola, tomas un corto sorbo de agua y montas tu bicicleta. El brooks cruje con tu movimiento y la cadena grita con el primer pedaleo, para luego pasar al suave susurro del ritmo constante de la escalada. Tus piernas se alinean con tu respiración para retomar el viaje y entonces escuchas un ladrido sordo, en la lejanía, ahí atrás...











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