por la carretera

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Instagram: @alexandersorel

viernes, 27 de febrero de 2015

(Re)leyendo (en) el camino


"Si quieres cambio verdadero, pues, camina distinto"
-Calle 13

Y es que el caminar distinto implica (re)conocer el camino.


Y así todo camino es nuevo, aunque ya haya sido recorrido (y es que fue de otra forma!), y todo lo nuevo es (re)conocido -símil-

Y entonces -waaa!-, esas frases que siempre has leído toman nuevos sentidos -saber/sabor-; un valor inusitado...

"Caminante no hay camino
se hace camino al andar" 

Mierda, que fuerte.

Y aprender -descubrir- el (re)hacer(se) el camino...


-Voh dale, pedaléa!-

viernes, 20 de febrero de 2015

Sentir la ruta (Elogio a las cuestas parte III)


Te enfrentas, entonces, a kilómetros de inmovilidad. Y es que avanzas, pero te mantienes donde estás. El avance es vertical, no horizontal. Es espiralado, repetitivo, pasando una y otra vez por el mismo punto, pero un poco más arriba.

Y ahí vas, subiendo, pedaleando, como lo haces en todo el resto de la ruta. Pero llega un momento en el que tus sentidos se abren; como cuando te sumerges en la oscuridad y no ves nada, pero poco a poco tus ojos se van acostumbrando y comienzan a aparecer las siluetas, de esa misma forma se desembotan los sentidos en la cuesta, y es ahí cuando no vas por la ruta, sino que sientes, vives, la ruta.

Y ahí vas, concentrado, subiendo, enfocado en tu movimiento. Sientes el esfuerzo de las rodillas, el pulsar de cada músculo de tu pierna, hasta que en el silencio, oyes un eco en la lejanía, un sonido que reconoces: es el ladrido de un perro, pero que no está acá, sino que metros más abajo, ese que dejaste atrás mientras se acercaba cada vez más a tu pierna... y es que claro, estás pasando por el mismo punto ¿Sabrá el animal que estás ahí, sobre su cabeza? Y mientras piensas en eso el ladrido se ve opacado por un sordo resonar, que aumenta paulatinamente; sabes que se convertirá en un fuerte estruendo, sabes que se acerca, sabes que es ese camión que viene solo una curva más abajo y que te alcanzará tarde o temprano. Te concentras entonces en mantener tu carril, en apartarte del centro de la pista, y en ese movimiento dejas de escuchar lo que te rodea y sientes como tu bicicleta también lo sabe; la escuchas, escuchas el crujir del sillín de cuero, el metálico sonido de la cadena que pasa de un piñón al otro, cambiando el ritmo de tus piernas, de tu respiración, y entonces te escuchas a tí y sientes el palpitar de tu corazón y como la sangre recorre tus brazos que aprietan firme el manubrio para llevarte al borde de la carretera, cada vez más cerca del abismo, de esa caída que te sorprende en la curva, esa quebrada que te golpea la cara y te obliga a frenar...

Y ¡Uf! contemplas. Miras la montaña. Bajas tu cabeza para seguir el serpenteo que te ha llevado hasta donde estás. Respiras hondo. Sacas la caramagiola, tomas un corto sorbo de agua y montas tu bicicleta. El brooks cruje con tu movimiento y la cadena grita con el primer pedaleo, para luego pasar al suave susurro del ritmo constante de la escalada. Tus piernas se alinean con tu respiración para retomar el viaje y entonces escuchas un ladrido sordo, en la lejanía, ahí atrás...











Del por qué Perú me enseñó sobre cuestas... (Elogio a las cuestas parte II)

No es la distancia. No es el peso. No es el clima. Es la pendiente.

Y ahí estaba, concentrando toda mi energía en lograr hacer que el pedal pasara de un lado al otro del plato. Y mierda que me costaba. Añoré la fuerza del piñón fijo, y ese movimiento circular y constante que te devuelve la fuerza aplicada... ese momento en que tomas el ritmo y dejas de mover la bicicleta: ella te guía en la escalada. Pero mi Devotcha (mi flaca de piñón fijo) no estaba ahí conmigo... y peor aún, si estuviera no serviría de nada: distinto es pedalear con 60 kilos de equipaje. En ese momento lo supe, como una puñalada directa al alma cletera: tengo que tener un tercer plato. Pero el pensarlo, el saberlo, el creer que necesitaba ese plato más pequeño, no me haría llegar a la cima. Aún tenía que pedalear, que atravesar la montaña. Así que seguí. Con cada pedaleo mis músculos daban un grito y mis rodillas palpitaban siguiendo el ritmo acelerado de mi corazón, que bombeaba sangre a mis piernas como si fueran la parte más vital de mi cuerpo. 

Y entonces sentí el dolor. 

Siempre había escuchado sobre la relación entre ciclismo y sufrimiento, dolor. Esa idea de llevar tu cuerpo al extremo, de forzarlo al máximo, agarrotarlo. Había sentido las piernas adoloridas al final de las carreras en el velódromo, o al terminar un entrenamiento duro, pero esto era otra cosa: era dolor puro, constante e implacable, interminable; la única forma de ponerle fin era aumentarlo, era seguir, era llegar a la cima. Pero ¿podrá mi cuerpo lograrlo? pensé. Y bueno, lo intenté, con el miedo constante de que de un momento a otro mis rodillas explotaran, saltando en mil pedazos como en alguna bizarra película gore.

Y llegué, lo logré. Mis piernas a penas respondieron para bajarme de la bicicleta y caminar, pero lo logré. Ahora bien, no cometeré el mismo error dos veces: con la sierra peruana no se juega... La Poderosa necesita un volante de tres platos.

"Estoy bien..."


-¡Voh dale, pedaléa!-

jueves, 19 de febrero de 2015

La cuesta (Elogio a las cuestas parte I)



La cuesta es más que una parte del camino: es ESA parte del camino. Te espera, la esperas. Miras el mapa, con esa linea roja y recta que en un momento parece estrellarse con un muro y comprimirse, convirtiéndose en una suerte de serpiente que te espera ahí, inmutable.

Y entonces vas, te encaminas, pedaleas. Atraviesas la carretera subiendo y bajando, pero sabiendo que la llegada a ese muro es inminente... hasta que aparece. Y te sientas, te detienes... contemplas ese zig-zag que raja la montaña; esos cortes transversales que dejan al aire las entrañas de la tierra para imprimir en ella el pavimento.

Respiras hondo, y entras...




Preludio al elogio a las cuestas

Me creí experto en escalada. Y claro, había subido del mar a Chungará; había cruzado los Andes, había atravesado Bolivia del altiplano al pantanal, ida y vuelta. Pero me descubrí novato cuando vi lo que Perú me iba a enseñar.



 Paramos en medio de la cuesta. En el descanso, Silvina y Catalina contemplan lo que se viene...



















-¡Voh dale, pedaléa!-