No es la distancia. No es el peso. No es el clima. Es la pendiente.
Y ahí estaba, concentrando toda mi energía en lograr hacer que el pedal pasara de un lado al otro del plato. Y mierda que me costaba. Añoré la fuerza del piñón fijo, y ese movimiento circular y constante que te devuelve la fuerza aplicada... ese momento en que tomas el ritmo y dejas de mover la bicicleta: ella te guía en la escalada. Pero mi Devotcha (mi flaca de piñón fijo) no estaba ahí conmigo... y peor aún, si estuviera no serviría de nada: distinto es pedalear con 60 kilos de equipaje. En ese momento lo supe, como una puñalada directa al alma cletera: tengo que tener un tercer plato. Pero el pensarlo, el saberlo, el creer que necesitaba ese plato más pequeño, no me haría llegar a la cima. Aún tenía que pedalear, que atravesar la montaña. Así que seguí. Con cada pedaleo mis músculos daban un grito y mis rodillas palpitaban siguiendo el ritmo acelerado de mi corazón, que bombeaba sangre a mis piernas como si fueran la parte más vital de mi cuerpo.
Y entonces sentí el dolor.
Siempre había escuchado sobre la relación entre ciclismo y sufrimiento, dolor. Esa idea de llevar tu cuerpo al extremo, de forzarlo al máximo, agarrotarlo. Había sentido las piernas adoloridas al final de las carreras en el velódromo, o al terminar un entrenamiento duro, pero esto era otra cosa: era dolor puro, constante e implacable, interminable; la única forma de ponerle fin era aumentarlo, era seguir, era llegar a la cima. Pero ¿podrá mi cuerpo lograrlo? pensé. Y bueno, lo intenté, con el miedo constante de que de un momento a otro mis rodillas explotaran, saltando en mil pedazos como en alguna bizarra película gore.
No hay comentarios:
Publicar un comentario